miércoles, 20 de octubre de 2010

Cáaaallate, morra; que éste no es blog literario.

Me aburría en el navío Argo y lancé al mar el anzuelo de la duda, con éste se ha enganchado una suerte de sirena. No sé por dónde respira, carece de agallas. Cuando la saqué del agua, emanaba un pútrido olor y sus horribles escamas doradas se opacaron. Pensé que estaba muerta, pero me equivoqué. Arremete en mi contra aventando coletazos de dolor: mi gancho la ha herido y su ego vulnerado tira con furia del sedal. No se ha percatado de que yo soy Orfeo y en cuanto sus vísceras absorban el veneno de la efémera, pétrea silueta quedará. Pobre sirena, se consuela con la idea de que su figura es de ninfa y su cola es de oro, y sí, lo es; pero no cae en cuenta de que entre nosotros, los argonautas, el oro carece de valor. Ha leído unas cuantas palabras sobre Poseidón y ya cree que conoce a Orfeo.
Sirena, no doy crédito al canto con que has atontado a Jasón porque cuando él iba al garete nunca escuchó dulces Náyades, ni Oceánides, y menos Nereidas; el marinero ha sobrevalorado tu tesitura. Oh, sirena de inesperada fealdad, si alguna vez fuiste compañera de Perséfone, Deméter te castigó con profundo odio y no permitió que conservaras siquiera la mitad de tu belleza; de ahí que, justo ahora, mientras envuelvo tu cola de oro con el esparavel y aprieto la jareta; me resulte tan risible tu chillido de falsa ninfa que te anuncia como Teles o como Liegia, a quienes yo jamás haría daño.
Sirena, no te canses más, aun si tu nombre fuera Medea, sabemos que al final, Jasón se queda con Glauca. Yo, Orfeo, prescindiré incluso de la música; haré caso omiso de los azotes de tu cola y también de tu canto.